Érase una vez Earl, un billarista incapaz de soportar la frustración de fallar. Cada vez que lo hacía, se quejaba profundamente.
Pero no soltaba un simple reniego, sino una señora queja, acompañada de gestos e insultos a sí mismo. Se acababa el mundo.
Sus colegas temían que llegara otra vez el momento fatídico.
El rival incluso prefería perder el partido antes que tener que aguantar otra vez el numerito.
Cuenta la leyenda que ya había roto 18 flechas.
Pero nunca aprendía la lección y siempre volvía a cometer el mismo error.
Hasta que un día, todo cambió.
El quejica en cuestión recibió un paquete especial en cuyo embalaje se podía leer “muy frágil… y muy preciso”.
Venía sin remitente y contenía dos cosas: un taco y una carta manuscrita que decía lo siguiente:
Querido Earl,
El taco que tienes entre manos es único en el mundo.
Sólo existe uno y nadie más que tú lo puede usar.
Con él, nunca más vas a fallar una bola. Ni una.
Pero debes saber que, cuando empieces a utilizarlo, ya no podrás jugar con ningún otro taco.
Un cordial chasquido de dedos,
Firmado: Dios del billar
Al leer esas palabras, Earl quedó lógicamente asombrado.
Si era realmente verdad eso que decía el Dios del billar, se había acabado toda la frustración, ya no habría más quejas.
Así que, sin pensárselo demasiado, empezó a tirar bolas con ese instrumento mágico.
Y, efectivamente, era imposible fallar.
Por muy mal que tirara, el taco se encargaba de corregir la posición para que la bola entrara justo por el centro de la tronera.
Lo mejor de todo es que funcionaba igual de bien tanto en los entrenamientos como en las competiciones.
Desde entonces Earl dejó de quejarse y empezó a ganar torneos, algo que nunca había hecho ni pensaba que lograría hacer jamás.
Las primeras victorias fueron realmente especiales, pero a la que llevaba unos cuantos campeonatos seguidos invicto, las cosas cambiaron.
Perdió toda la motivación.
Ya nadie quería enfrentarse a él.
Y, claro, empezó a aburrir el billar.
Cuando quiso recuperar su anterior taco, ya era demasiado tarde.
El Dios se lo había dejado bien claro en la carta.
Y así fue como el sueño de Earl (no fallar más), se convirtió en su gran pesadilla.
Volvieron las quejas y volvió la frustración. Ahora, curiosamente, por ser incapaz de fallar.
*******
Moraleja: aunque a veces nos obsesionamos con ser un billarista perfecto y no fallar nunca, tu y yo sabemos que eso es imposible. Además, llegar a la perfección absoluta puede ser muy frustrante, como nos ha demostrado Earl. Fallar es bueno y necesario, la única forma de crecer.
PD: Earl es un personaje inventado pero sí, podría ser Earl Strickland 🙂
Si te ha gustado esta fábula billarística, dímelo en los comentarios y seguiré publicando más historias.